Esta es una obra procesual.
Modelé la escultura alrededor de los noventa días de haber comenzado esta última parte del genocidio en Gaza. La hice para vaciar mi frustración y mi dolor ante toda esa devastación. Era de barro, y nunca la horneé.
Con el paso del tiempo comenzó a agrietarse, a resquebrajarse por sí sola. No es algo que ocurra normalmente con mis piezas; que una obra se rompa solo por existir me pareció un hecho significativo, simbólico, energético… como si se tratara de una pieza sufriente.
Ahora, un año y siete meses después de haberla iniciado, decidí cerrar esta etapa del proceso rompiéndola en mil fragmentos. Comencé quebrándole los dedos y arrancando algunos dientes con pinzas. La torturé, como si no hubiera ya suficiente violencia en el mundo. Finalmente, la reduje a escombros, martillando el hocico de cien dientes.
Lo que queda ahora es ruina. Pero un día, de entre esos restos —al remojar el barro, acariciarlo y devolverle amor— resurgirá una nueva pieza que, con algo de suerte, vivirá por cientos de años.
Por ahora solo quedan devastación y desconsuelo.
Pero al menos, todavía, hay esperanza.
1. Urna digital • Un cuerpo que se negó a endurecer
Antes de quebrarse, esta pieza fue un cuerpo.
Un contenedor en tensión, ergido y silencioso, todavía sin grietas que revelaran su destino. Su verticalidad parecía firme, casi altiva, pero ya cargaba dentro el temblor de lo que sabe que va a caer.
Era una urna llena hasta el borde —no de cenizas, sino de aquello que arde antes de ser humo:
la angustia de mirar un genocidio en tiempo real,
la impotencia de ver cuerpos desaparecer bajo edificios,
la frustración de que la verdad se vuelva ruido,
la rabia de escuchar la tierra gritar mientras el mundo aplaude la maquinaria que la pulveriza.
El barro no guardaba espíritus del pasado, sino un presente insoportable.
Era un recipiente para un dolor que no cabía en nadie más, un intento torpe y sagrado de sostener lo insoportable sin desmoronarse.
Pero nada sujeto a la gravedad emocional puede permanecer intacto.
La tensión se convierte en fisura.
La fisura en fractura.
La fractura en verdad.
Y cuando el cuerpo físico cayó, cuando se volvió polvo y dedo roto y diente de arcilla, otra urna nació: esta captura tridimensional, este gemelo digital que ya no está hecho de barro sino de memoria acumulada en polígonos.
La pieza vive ahora como archivo.
Una urna que no guarda restos, sino la posibilidad de recordar.
Un cuerpo que murió para ser duplicado en luz.
Un expediente de duelo suspendido en el tiempo, como si la tecnología se ofreciera —por una vez— a preservarnos algo más que la violencia misma.

2. Escultura local finalmente acepta que no era un edificio, sino parte de una demolición controlada
Después de meses de mantenerse erguida y fingir que representaba la resiliencia, una escultura local de barro finalmente ha aceptado su verdadero papel: ser parte de una demolición emocional cuidadosamente planificada.
Testigos afirman que la pieza —una urna hueca con evidente ansiedad existencial— comenzó a mostrar signos tempranos de inestabilidad: pequeñas grietas, respiración irregular y una creciente sospecha de que la belleza no era más que un pretexto para el colapso.
“Yo pensé que era sobre la trascendencia”, habría susurrado antes de fracturarse. “Resulta que soy Gaza con mejor iluminación.”
Expertos confirmaron que el colapso fue “inevitable pero ejecutado con elegancia”, destacando que el uso de tensión, gravedad y desesperanza resultó en una implosión poéticamente eficiente.
Un crítico describió el evento como “la reflexión más honesta sobre la civilización desde que las torres gemelas audicionaron para la eternidad.”
Fuentes cercanas informan que Deep State Real Estate ya planea construir en su lugar un nuevo complejo habitacional bajo el concepto de “búnker de lujo para moralmente exhaustos”, con piscina infinita y vista a la negación colectiva.
Los restos de la escultura serán archivados digitalmente, porque en el siglo XXI hasta las ruinas merecen su segunda vida en alta resolución.

3. El testigo
Ahí está, en su hornacina erosionada, iluminado como un santo que nunca pidió el cargo.
Un cuerpo mínimo, rojizo, retorcido entre la carne y la risa.
Parece rezar, o tal vez rendirse; cuesta distinguir la diferencia cuando la plegaria se hace de barro.
Su sombra —enorme, insolente— lo traiciona: proyecta un monstruo sobre el muro, un doble que parece a punto de devorarlo.
Pero el pequeño ídolo no se inmuta.
Sabe que la verdadera fe consiste en mantenerse quieto mientras el mundo se desmorona alrededor.
No hay altar ni ceremonia.
Solo humedad, cal y una figura diminuta que aún conserva la dignidad del fuego que la parió.
No representa nada, y por eso lo representa todo: el gesto eterno de quien levanta los brazos no para pedir ayuda, sino para decir
“mírame, sigo aquí, aunque el cielo se oxide.”
Su poder no proviene del arte, sino de la obstinación.
De haber sobrevivido al abandono, al polvo y al tiempo.
De ser testigo, no de la fe, sino del fracaso de los dioses.

4. Demolición programada
Los expertos coincidieron en que lo de Gaza no fue una guerra, sino una demolición programada con fines estéticos. Una especie de performance urbano a escala bíblica, cuidadosamente coreografiado para que cada edificio colapsara con la elegancia de un pensamiento bien editado.
Las autoridades, siempre preocupadas por la simetría, negaron haber copiado el guion de las torres gemelas, aunque admitieron que se inspiraron en su eficacia dramática. “No se trata de destruir —aclaró un portavoz— sino de explorar nuevas formas de vacío habitado.”
Los drones cumplieron el papel de curadores, seleccionando con criterio museográfico qué debía permanecer en pie y qué debía convertirse en polvo conceptual. El resultado: una instalación de tierra, hueso y cableado, a medio camino entre el arte povera y el apocalipsis patrocinado.
Mientras tanto, los arqueólogos del futuro hallarán los restos y escribirán informes impecables sobre el equilibrio de las grietas y la textura del colapso. Declararán que el siglo XXI alcanzó su madurez estética cuando comprendió que la belleza, como la justicia, funciona mejor cuando se derrumba a tiempo.
Y en alguna galería muy blanca, alguien leerá la palabra Gaza como si fuera el título de una obra minimalista, ignorando que todavía humea.
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El barro que quiso doler
Hay obras que se hacen con las manos, y otras que se hacen con la herida. Esta nació del segundo tipo. Julio, quizá cansado de mirar cómo el mundo se despedaza con elegancia diplomática, decidió fabricar su propio cadáver: uno de barro, blando, imperfecto, hecho para quebrarse. No lo horneó. Lo dejó vivir —y por lo tanto, morir— en cámara lenta.
Durante meses, la pieza se agrietó como si el dolor del planeta le hubiese subido por los poros. Las fisuras eran cartas sin remitente, las grietas, plegarias petrificadas. Hasta que un día —cuando ya no quedaba nada que esperar— el artista decidió completar el destino de la escultura: la torturó. Le arrancó los dedos con la precisión de un dios cansado. Le molió los dientes, uno por uno, con la ternura de quien al fin acepta que el amor y la violencia son ramas del mismo árbol.
El acto final no fue una destrucción, sino un parto inverso. El barro, reducido a escombro, se volvió tierra otra vez. Una tierra triste, sí, pero fértil.

5. Inventario de lo que duele
Nueve dedos,
más de noventa y nueve dientes —
quién lleva la cuenta cuando la carne se vuelve archivo.
De boca o de hocico, da lo mismo;
todo lo que muerde acaba rezando.
De mano o de pata, tampoco importa;
todo lo que toca deja huella y después se pudre.
El barro huele a sangre vieja,
a ternura que se enfrió en la mesa del mundo.
Una cortada, un hilo seco,
la evidencia de que la esperanza también coagula.
No hay dolor nuevo —solo variaciones del mismo gemido.
Las guerras cambian de acento,
las víctimas de pasaporte,
pero el sonido del colmillo cayendo sobre el piso
sigue siendo universal.
Los dedos apuntan a ningún lado,
ciegos intentando señalar a los culpables,
y los dientes, tercos, siguen sonriendo.
Porque el cuerpo —ese chiste repetido—
a veces no entiende que ya murió.
Y el arte, ese testigo incómodo,
se queda recogiendo pedazos
como si aún pudiera armar con ellos
una oración que el barro no se atreve a pronunciar.

6. Muñón
El barro, pobre diablo, creyó que la caricia era una promesa. Ignoraba que toda ternura es apenas el preludio de una violencia más fina. Recibió afecto, sí, hasta que la compasión se volvió cansancio y la piel del mundo pidió venganza.
JuSaSa, demiurgo cansado, no destruyó una escultura: le concedió la dignidad del colapso. Porque el arte no siempre se hace para durar; a veces se hace para vengarse de la belleza. Y en este altar de escombros, donde los dedos se confunden con reliquias, el barro parece murmurar lo que toda carne teme decir: que doler también es una forma de existir.
7. Arqueología forense de uno más
Informe Arqueológico-Forense Año N.º 076: “Uno más”
1. Descripción del hallazgo
En la superficie de una mesa de trabajo se encontraron fragmentos de una figura antropomorfa de barro sin cocer.
La disposición sugiere una desintegración reciente y dirigida:
una mano incompleta, los dedos dispersos, una pieza de palma con incisiones lineales —posiblemente marcas de conteo o señales rituales—, y, al fondo, parte de una estructura mayor con múltiples hileras de dientes.
Las fracturas presentan bordes limpios, sin señales de erosión ni calor. No se trata de una rotura accidental: la destrucción fue intencional, metódica, emocionalmente controlada.
2. Condiciones de la escena
La iluminación —de linterna, oblicua, amarillenta— sugiere una mirada purulenta, más que una contemplación estética.
El entorno cerrado, las sombras prolongadas y el polvo suspendido en el aire crean la impresión de un laboratorio postraumático.
Se infiere que el autor del acto —identificado como JuSaSa— realizó la fragmentación como cierre ritual de un proceso artístico prolongado, cuyo origen coincidió con el inicio de la última etapa del genocidio en Gaza.
3. Interpretación forense
El conjunto puede leerse como una escena de crimen simbólico.
Los restos del barro representan un cuerpo torturado, pero también una comunidad despedazada.
Las manos, los dientes y las grietas remiten a las huellas que deja la guerra sobre la materia viva.
El acto de JuSaSa, aunque realizado en el taller, dialoga con las imágenes reales del horror repetido en Palestina: hogares pulverizados, cuerpos fragmentados, niños exhumados de los escombros.
Aquí, el artista asume el rol de testigo y victimario a la vez: tortura la materia para que ésta grite en nombre de los que ya no pueden hacerlo.
Desde esta perspectiva, la obra es un ejercicio de arqueología anticipada: un archivo del presente visto desde el futuro, cuando tal vez solo el arte conserve memoria de los crímenes que la humanidad decidió normalizar.
4. Análisis simbólico
El barro funciona como testigo material del trauma.
Absorbe tanto la ternura como la violencia; recuerda las caricias, pero conserva la marca del golpe.
Su fragilidad no es debilidad, sino memoria viva: una superficie donde el amor y la brutalidad conviven sin anularse.
Cada grieta es una microfosa, cada dedo roto, una réplica del gesto interrumpido de miles de cuerpos.
El taller se convierte en una morgue, el artista en excavador, el acto de destrucción en un ritual de duelo y de protesta.
El título Torture, Relics and Debris designa las tres fases del proceso:
la violencia ejercida, la sacralización de los restos, y la aceptación del escombro como forma final de la verdad.
5. Conclusión del perito
El análisis sugiere que no se trató de una obra, sino de un acto de memoria material.
El barro no representa nada: atestigua.
Es un cuerpo que se quiebra para recordarnos que el dolor tiene forma, peso y textura.
En esta escena no hay culpables individuales, solo una complicidad colectiva: la del mundo que observa el genocidio con distancia estética.
El informe se cierra sin resolver el caso, porque el crimen continúa.
8. La parte inocente de la violencia
Cuando un martillo golpea una dentadura, el universo se detiene un segundo a escuchar.
Es un sonido honesto, sin metáforas: el punto exacto donde la utilidad se encuentra con la blasfemia.
Primero, el aire se tensa.
Después, la boca —o lo que queda de ella— se abre sin permiso, como si fuera a gritar pero decide mejor confesarse.
El martillo baja con la solemnidad de un juez aburrido y el diente, pobre idiota, todavía cree que la firmeza es una virtud.
El golpe no duele: enseña.
El esmalte se quiebra con ese timbre cristalino que solo producen las cosas que alguna vez sirvieron para morder.
Los fragmentos vuelan, cada uno recordando su última comida, su último beso, su última mentira.
El polvo dental flota en el aire como una plegaria de cal, mientras el martillo —tan simple, tan bello en su función— permanece impasible, satisfecho de haber traído orden al caos maxilar.
Lo que sigue no es destrucción, sino revelación.
El colapso de la mordida es también el colapso del lenguaje: ya nadie puede decir “no”.
Y ahí, entre los pedazos, uno entiende que toda belleza —como toda justicia— necesita su herramienta.
Un martillo, por ejemplo, o una idea demasiado cierta.

9. Informe sobre los escombros del futuro
Entre los restos se distinguen dedos, dientes, fragmentos de piel endurecida. No se sabe si pertenecieron a un cuerpo o a una estatua; la diferencia, a estas alturas, es un lujo semántico. El polvo cubre todo con la cortesía de quien quiere borrar las pruebas sin que se note demasiado.
Los expertos ya trabajan sobre el terreno. Han tomado muestras, han numerado cada trozo con precisión burocrática. No investigan el crimen, claro: estudian el potencial inmobiliario. Los informes preliminares son optimistas. Dicen que entre los escombros podrían levantarse nuevas torres, con vista al Mediterráneo y piscina infinita.
La empresa encargada del proyecto se llama Deep State Real Estate, y su slogan —según un folleto encontrado en el lugar— versa “Our foundations are literally historical.” En los renders digitales, las ruinas se ven preciosas: terrazas donde antes hubo hospitales, jardines donde alguna vez descansaron los cuerpos.
Tal vez los nuevos edificios se construyan.
Tal vez se llenen de turistas, de promesas, de discursos sobre resiliencia.
Pero bajo los pisos recién pulidos, el suelo seguirá recordando:
que la arquitectura del futuro se erige sobre la arqueología del crimen.


